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El olvido es el único destino

 

Los personajes que habitamos los cuentos caminamos desprevenidos por las calles. Tengo amigos que han inspirado a Borges, como Baltasar Espinosa. Un día me llamó desde Buenos Aires para contarme la historia. Estaba sentado en un autobús, contemplando las grandes praderas que se extendían en el horizonte, de camino a La Pampa. Borges no hacía más que leer, hasta que de repente se quedó quieto y comenzó a mirarlo. Baltasar no sabía quién era ese señor que lo observaba con dificultad, arrugando el entrecejo. A pesar de que le gustaban los libros, nunca se interesaba por conocer los rasgos de sus escritores, ni tampoco saber sobre sus vidas, porque aquello era defraudarse. Durante las diez horas del viaje, Borges no se presentó como escritor, dijo que era un profesor de primaria de una escuela rural. Baltasar, como estaba tan cansado por no dormir bien en la última noche, cayó rendido en el sueño. Su mujer le había contado que durante sus sueños desvariaba. Borges oyó de sus labios: el evangelio según San Marcos. No me suban a la cruz, se los ruego. Baltasar, cuando se enteró de que era el personaje de un cuento, buscó a Borges por todos los medios. Al no estar relacionado con los círculos literarios, le negaban las entradas a los eventos donde se presentaba. Desde que Baltasar Espinosa me contó su caso, no he hecho cosa distinta a estar alerta. No quiero ser el personaje de ningún libro; la fama nunca ha estado entre mis prioridades. Cada vez que converso con un desconocido, entrego la menor cantidad de detalles posibles sobre mi vida. Los escritores son muy contados, pero siempre mantienen sus sentidos bien despiertos. Cuando intuyo que viene uno hacia mí, cambio de calle. Los he aprendido a reconocer: la mayoría miran nimiedades. Son sencillos en el vestir. Barba. Gafas. Boinas. Cigarros. Un lapicero en el bolsillo, con una pequeña libreta. Hablan lento y piensan demasiado. Viven mencionando palabras como trama, personajes, ambiente, argumentos, tensión, intensidad, diálogos, descripciones, fondo y forma. Les tengo el pavor. Un jueves de junio, estando sentado en un café, vi cómo uno de ellos se quedaba mirándome. No logró intimidarme. De inmediato me puse de pie. Le pregunté qué había escrito sobre mí en su libreta. Deje de ser engreído, ¿a quién no le gusta que escriban sobre su vida?, preguntó. A mí no me gusta, lo detesto. Llamé a la policía. Uno de los agentes le arrebató la libreta. Leyó: es un ser extraño, medio calvo, que se sienta en los cafés, para ver a los hombres con sospecha, parece que fuera un ladronzuelo que espera a su próxima víctima. De seguro tiene dos hijos y a una esposa que lo detestan, pero que lo soportan para poder comer. Le di un puñetazo. Los agentes me agarraron de los brazos. Me pidieron sosiego. Es que es un hijo de puta, ¿cómo se atreve a inventarme la vida?, grité. ¿No está de acuerdo con lo que ha escrito el señor Alberto de usted?, preguntó uno de los agentes. De alguna parte me sonaba su nombre. Seguramente lo había oído en la radio de camino al trabajo. Negué con la cabeza. Alberto, que calaba un cigarrillo, soltó el humo y dijo: no hay problema, voy a rasgar lo escrito. Así todo está resuelto. ¿Cómo sé que no se va a inspirar en mí?, pregunté. Todos se quedaron en silencio. Las publicaciones que hacía Alberto en la prensa las leía de principio a fin. Trataba de descifrar mi presencia en sus relatos. De encontrar algún rasgo de mi personalidad, no dudaría en demandarlo. Todo el mundo siente respeto por los escritores, pero yo no. La mayoría de ellos son seres petulantes y engreídos, con egos altísimos. Creen que lo saben todo y que sus respuestas son la verdad.

El lugar donde trabajo está ubicado a las afueras de la ciudad. Siempre salgo de casa a las 7 menos 15 y regreso a las cuatro; hora en la que contemplo los atardeceres desde mi balcón. Espero paciente a que se me desentuman las manos. No es fácil partir troncos durante todo el día con un hacha. En las noches me gusta ir al billar, apostar en la lotería y beber una que otra cerveza. De camino al trabajo, en un autobús atestado de hombres como yo, escucho la voz del secretario de cultura, que dice: para nuestra ciudad es un honor tener la visita del ilustre escritor Ernest Hemingway. Esperamos que todos lo reciban como se merece. Al rato, ponen una grabación de Hemingway en la que dice: durante el último tiempo he vivido en La Habana, Cuba, allí he escrito una de mis últimas novelas, que titularé El viejo y el mar. He visto de cerca el trabajo de Anselmo Hernández, un humilde pescador que, estando en altamar con una tormenta, me pidió que me fuera porque le iba a espantar su comida. La entrada de mi casa tenía palmeras, la fachada era amarilla con ventanales blancos. Escribía en una mesa de roble, rodeado por mis libros. En las paredes del interior, puse afiches que anunciaban corridas de toros, acompañados con algunos cuernos de renos. Ya saben, los temas que me desvelan. He decidido hospedarme en esta ciudad, buscando escenas y personajes que inspiren un libro de cuentos que estoy escribiendo. Los hombres que van sentados a mi lado en el autobús, aplauden como focas. A mí se me pone la piel de gallina. No dejo de pensar en el tal Hemingway durante toda la tarde. Lo primero que hago al regresar a casa, es conseguir el periódico en el que sale una de sus fotografías. George, el dueño del restaurante donde acostumbro cenar, se ve sonriente detrás del mostrador. Dice: en la silla donde estás sentado estuvo Hemingway. ¿Haciendo qué?, pregunto. Le conté la historia del mes pasado, cuando Al y Max vinieron a preguntar por el boxeador para asesinarlo. Dijo que la había leído en la prensa; quería conocerme personalmente, porque mi relato le pareció fascinante. Preguntó por un hombre del vecindario que fuera musculoso y discreto. Necesita a un personaje para una de sus historias. Le he dicho que eres perfecto. Ahora sabe que vives en la esquina de la avenida principal. George no deja de sonreír. Lo miro sin parpadear. ¿Cómo has hecho eso?, pregunto. Nadie ha escrito sobre ti, sería una lástima que te mueras pronto sin contar tus secretos, dice. Lo interrumpo levantando mi mano. ¿Cómo es el tal Hemingway? Bozo tupido, algo canoso, con la frente arrugada, lentes grandes. Del mostrador extrae un álbum con fotos. Hemingway aparece a su lado, ambos sonriendo. Me largo y no vuelvo nunca, digo. Va a vivir enfrente de tu casa, dice George. A los días, permaneciendo en un estado de alerta, veo cómo me mira con unos binoculares. Le saco el dedo de la mitad. Le grito viejo hijueputa. Cierro las cortinas. Un lunes de marzo, al bajar al primer piso, lo encuentro en la entrada del edificio.

—Mucho gusto, soy Hemingway —dice.

—Yo sé quién, no me interesa.

—Usted es el personaje que le falta a uno de mis libros.

—No me interesa.

—Le daré el dinero suficiente para que viva el resto de su vida.

—Déjeme en paz. No me interesa.

El vecindario le dijo todo de mí: sin hijos, soltero, dedicado a partir maderos, bebedor de cerveza, apasionado por el billar. Hemingway se saborea los labios, diciendo que soy el que tanto ha buscado. Lo comienzo a ver subido en el autobús. En el trabajo se hace amigo del jefe, que ha leído todos sus libros. Un viernes de abril, el jefe me llama a su oficina, para amenazarme: si no permites que Hemingway te observe, estás despedido. Acepto con desgano. Se sienta en un banco con una libreta en las manos. Me toma fotografías. Me pregunta con qué sueño, si he estado a punto de morir, si he amado a una mujer. Respondo sí o no, de forma descortés. Tres días después de soportar ese espía sobre mis hombros, no regreso a trabajar. Hemingway hace llegar una carta a mi puerta, en la que dice: señor, no dañe la trama de la historia que escribo. Solamente sea usted. ¿Solamente yo?, me pregunto sonriendo con perversidad, calando un cigarrillo. En la tarde salgo desnudo a las calles, gritándoles obscenidades a las mujeres que me ven. Hemingway, que está almorzando en el restaurante de George, hace cara de desaprobación. Ese no eres tú, dice furioso. Me gano el desprecio de la ciudad. Cuando voy por las calles, me dicen: pobre Hemingway, tan inspirado que estaba en ti, para que hayas echado todo a perder. Una anciana que vive en el edificio donde se está hospedando, me dice: mientras escribe, va leyendo en voz alta. Es un relato fantástico. Muchos hombres quieren llamar la atención de un escritor prometedor como él. Es una lástima que lo desaproveches. En la radio, me entero de que Hemingway ha enviado el borrador de la historia a Maxwell Perkins, su editor en Nueva York. Le ha respondido que es un fiasco: has empezado de maravilla, Hemingway, pero la historia se va desdibujando con el pasar de los renglones. Es el reflejo de tu locura. ¿Cómo puedes transformar a un personaje bello en algo tan tosco? Hemingway, sorbiendo café, llega a la conclusión de que la historia no tiene futuro. Así se lo dice a George, quien solo se lamenta. Al llegar a la casa donde se hospeda, Hemingway rasga las hojas de mi historia, echándolas en un cesto de basura. Se concentra en un segundo relato, que piensa titular “Los asesinos”. Lo escucho teclear. La verdad, nunca había estado tanto tiempo en un cesto de basura. Todo es oscuro aquí, además de que huele a fruta podrida y gaseosa vencida. Le grito: Hemingway, sácame de aquí, haré todo lo que me pidas. Se pone de pie. Está desnudo, algo furioso. Al oír mi voz, se pregunta: ¿delirio, esquizofrenia, locura? Contempla su escopeta de caza, que está recostada contra el escritorio. Se dice: no, todavía no es hora de volarme la cabeza. Recoge la basura, llevándola a la calle. Allí me deja olvidado. Es estúpido gritar, porque yo solamente existo en su cabeza. A veces me arrepiento de lo que he hecho. Pronto, al ver que la lluvia y la tierra borran sus trazos de las hojas, llego a una conclusión que me sacude, por lo cierta que es, de la que nadie puede escapar: el olvido es el único destino.


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